Aión
A las siete de la mañana, suena la alarma…
Permite que la melodía se repita tres veces más y se levanta de la cama. Camina hacía el espejo. Parado sobre unas manchas de mugre, levanta la vista y mira esos molestos vellos faciales sus los cachetes. Con unas pinzas los quita. Uno por uno. Tiene sed y no sabe si proviene de una resaca y la frialdad interna. Afuera la luz va naciendo.
Se viste, ni muy casual ni muy desalineado. Como todos los lunes, desde que inició septiembre, tiene dudas. “Pero ya estoy despierto y vestido”. Con ese pensamiento se convence de arreglar sus cosas. Sale a la calle. El frío lo despierta, lo coloca en el mundo. Cruza el puente peatonal. Tarda una canción en estar del otro lado. Sube al camión y durante el trayecto, duerme un poco. En la radio los muertos se convierten en números.
Entre nueve y diez de la mañana, termina su desayuno. Lo acompaña con café de olla, a diez pesos el vaso de unicel. En el mismo bote -verde inamovible- tira los restos de comida. Observa cómo la sombra va cediendo terreno al sol. Por los mismos pasillos, contempla a los estudiantes. Viniendo y llegando, que caminan en grupos, entre bromas, almuerzos móviles, reglas T, portafolios, mochilas, bicicletas amarradas, bancas mojadas y avisos pegados en los murales. Le parecen tan jóvenes, tan llenos de esperanza. Se detiene por unos segundos en medio de aquel círculo y continúa su camino.
Sale de la biblioteca poco antes de las doce. El mediodía cae sobre los árboles, sobre los trabajadores arreglando los jardines y sobre su rostro. Arruga los ojos hasta avanzar a la sombra. Ahí, entre salones medio vacíos y cambios de turno, consulta el reloj. Tres horas más, para usarlas, para que se vayan en nada. Cuando bloquea la pantalla del móvil, se ve. A pesar de las arrugas en la frente y alrededor de la boca. A pesar del dolor de muelas que a veces lo ataca, o de la primera cana que encontró el mes pasado, de los veintitantos años acumulados y los otros cuantos que no quiso contar, a pesar y contra el cansancio en los ojos, la graduación incrementada, las ojeras adornando al mentón apretado y las cicatrices en la mandíbula. Y a pesar de todo, se siente parte.
Dos horas pasan entre regresar, leer, observar y comer. Veinte minutos, antes de las tres, se halla limpio. Lleno, con las pocas raciones que se autoprocura y el ruido incesante de la ciudad como fondo. Sale del apartamento. Hoy fueron calabazas con jitomate y queso. Acompañadas de tortillas compradas la semana pasada y un vaso de agua. Mañana serán papas, lentejas, otra vez calabazas o una sopa. Son tiempos de crisis, para él, para todos, para aprender a vivir con lo necesario. Para cuando la abundancia llegue otra vez, se promete administrarla. Y en su sistema particular, que él mismo explica y defiende, al que usa como escudo ante al adversidad para sanar abusos pasados porque comer en casa, es un placer que procura a diario.
De las tres a las seis y media, trabaja. Hace lo mejor posible, en el mejor de los mundos imposibles. Todos los días cuando toma asiento, y el sistema termina de arrancar, piensa.
En sus anteriores trabajos. Los similares y distintos. Todo al mismo tiempo. En sus excompañeros, los que dejó, los que se han ido. Piensa por ejemplo en el primer sitio, en el que la paga no era buena, en el que tenía una silla incómoda y lo hacían cubrir turnos dobles. Pero allá aprendió, recibió halagos, regaños, indicaciones, elogios y espacio. A cambio, pagó con tiempo. Como ahora. Como hace dos, o tres, o los años que se permita seguir. Resume tragedias y sintetiza la desgracia. Hay días, como este, en que el mundo parece resistirse al cataclismo. Bebe una taza de café para mantenerse despierto. En la segunda del día, es hora de irse. Ahora, reclamará una breve ventaja.
De seis y media a siete, camina. Vuelve de su trabajo a casa. Es una de sus partes favoritas del día. Por media hora se desconecta. Es libre. En sus oídos y las melodías que tararea lo acompaña su hermano. En otras ocasiones, la fiesta que jamás olvidará, el despertador de pareja, el viaje espacial de una voz que solo a él le emociona, los solos imaginarios, el último concierto en el que brincó sin importarle nada, el descubrimiento semanal, la complicidad erótica, la batería que une al unísono, el saxofón sabor a ron, los silbidos de papá trabajando un sábado por la tarde, la mala entonación de sus amigas borrachas cantándole al desgarro, su madre cocinando el rollo de carne para ocasiones especiales. La canción que a los dieciséis años le emocionaba, y que ahora, le parece un montón de ruido ingenuo. O el silencio y nada más.
Va con el viento meciendo las hojas. Pisando la hierba acumulada en los baldíos. Con el sol metiéndose entre los cerros. Oliendo las frutas caídas y aplastadas sobre las banquetas, que cuando llueve, se llenan de verde. Atraviesa puestos callejeros. Lo inunda el olor a elote, la crema y el queso. El pan dulce sobre las mesas de las tiendas. Los pájaros volando sobre los cables. Las luces que comienzan a encenderse y los grillos que cantan. Y que tal vez no cantan y se insultan en su idioma. O que dicen lo que no vemos, y que en media hora de camino, le susurran sin pedirlo.
A las siete, a veces siete-diez o -quince, vuelve a casa. Esta vez ya no saldrá. Enciende la computadora y regresa al mundo digital. De nuevo textos, pixeles, medidas, instrucciones que completar. Vuelve a hablar sin pronunciar palabras. A esta hora la luz se vuelve tímida. Se esconde. Se extingue. No queda de otra y continúa.
Las veintitrés horas post merídiem. Tiempo de cerrar. Las últimas sílabas virtuales son conjugadas. Hasta mañana en punto de las quince horas del nuevo día. Cereal, leche, y como es lunes, nada más. Se lava los dientes, prepara su tarea y se acomoda. Echa encima una cobija más, porque en todo el día, hizo frío. El pronóstico es que en toda la semana será igual. Tose otra vez durante veinte minutos hasta que el sabutamol hace efecto. Lo mezcla con jarabe de miel, pensamientos sexuales sobre conocidas y se duerme sobre el brazo derecho. Mañana lo lamentará con el dolor muscular y la cobija que cae.
Durante las cero horas y las siete, duerme y sueña. De esto último recuerda casi nada. Solo destellos. A veces una sensación viene a él, pero como su retención es poca, lo deja. Desde que inició septiembre, duerme poco y sueña menos. “Mejor así”, susurra.
Lunes, martes, miércoles hasta el viernes. De siete a ocho se traslada. De ocho a nueve asiste a clases en donde a veces saluda a sus compañeros, participa y termina reconociendo que cada día sabe menos. De las nueve a las diez, toma un tiempo para desayunar, para arrojarse al mundo en donde posee un alias, una foto que guarda aquel momento en el que se sintió otra vez alguien, en donde no tiene amigos sino seguidores, contactos, reacciones y desaprobaciones. De las diez al medio día lee. Todos los días carga en su mochila aquellas fotocopias fechadas hace cuatro años. Lleva consigo un lector digital. Para esos libros que ya no puede pagar, que nunca encontró para robarlos, que subraya y subraya con el dedo y en los que reconoce un interés en coma. Que dan señales de volver, y casi siempre, se convierten en costra. Ha empezado a anotar sus dudas, observaciones y cuando encuentra un subrayado descolorido, admite que está dando círculos. Es ahí cuando el medio día lo alcanza.
De las doce a las catorce, regresa a casa. Lee de nuevo. Esta vez literatura. Cuentos que imagina firmar él mismo. Novelas en las que los personajes se parecen a familiares, amigos y recuerdos. Y cuando está próximo a llegar, se engancha a las líneas y párrafos. Entre tanto, se baña, cocina, lava, bebe agua, sale a comprar lo mínimo, se convierte en su propia familia.
De las quince a las dieciséis horas, lleva su presencia a una oficina. A las diecinueve horas usa treinta minutos para caminar a casa. Abre por segunda vez en el día, el que sea, un jueves o el martes, la puerta que no tiene llave, que a nadie le importa arreglar. Se reconecta, concluye su trabajo y se va a dormir hasta el viernes.
Viernes. Entre las vientres y cero horas. Baila. Se emborracha, mantiene conversaciones casuales con extraños en el urinario y entre los decibeles y los gritos que emergen desde la barra, se va perdiendo. Fumar ya no es posibilidad económica. Solo queda el alcohol en promoción. Las canciones que ya no le dicen nada. Por las que hay que mover los pies, la cintura, la pelvis. Con las que se consigue coito interrumpido. Un “dónde estamos” o “quiénes somos”. Y al despertar, la línea entre el porque sí y el por qué se va difuminando.
El sábado cuando no puede diferenciar entre las dos o tres de la madrugada. Aparece alguien. Debería ser como de costumbre. Pero esta vez la cosa cambia. No usa falda, no finge con él un interés y bajo ninguna forma recibe halagos. De él, provienen abrazos, oídos, palabras que llevan tiempo en digestión mental.
Entre las cuatro y cinco abandonan el bar. Comen cualquier cosa en un local para aquellos que han prolongado su vampirismo anímico. Se vuelven a insultar como cuando compartían casa. La sorpresa sincera, el repaso de los resbalones y errores. “Hasta la próxima”, se dicen. Sabiendo que es mentira, que se volverán a ver de nueva cuenta por pura casualidad. Y a las seis de la mañana, cuando todos van a trabajar, aborda el transporte con destino a su cama temporal. A ese compuesto de cuatro paredes que alquila mientras tanto, en lo que se acomoda. ¿A qué cosa? Cuando va a responder, es tiempo de pedir la parada.
Baja. Duerme dos o tres horas máximo. Que el agua lave el humo y las luces. Bebe un vaso grande. Pura agua para que el alcohol se convierta en orina. Y de sábado a domingo, cumple con su rol social. Algunos domingos es buen hijo. En otras se transformas en el tío de un niño al que no entiende, que pertenece a una familia en la que ya no cabe. Se llama novio, yerno, cuñado, cualquier parentesco que le haga sentir algo.
Regresa, entre las dieciocho y veinte horas. A casa. Resuelve cuestionarios, fuma un poco y se tira sobre la cama. Y cuando el domingo está acabando, prepara la alarma que sonará en ocho horas. Abre un documento. Poco a poco el silencio queda roto, y la armonía de unos dedos sobre el teclado, invade lo que resta de la habitación. Antes de quedarse dormido, termina de escribir la historia. A la mañana siguiente, cuando la alarma vuelva a sonar, volverá a olvidar el final que soñó para su historia.