Dos regalos
Siempre fui un niño raro entre los niños normales. No sé cómo precisarlo en palabras sin que adquiera muchos matices, diversos significados hasta contradictorios entre sí. Digo “raro” porque fuera de las constantes enfermedades, debilidades físicas y neurosis inexplicables, tuve una infancia normal.
Jugar en la calle -cosa que ya no hace ningún niño de este país que no viva en un fraccionamiento rodeado de bardas electrificadas- era lo común. Construir carreteras bajando arena de los montones acomodados a la orilla de una banqueta. Construir cosas con palitos, madera y pedacera sobrante del taller de mi padre. Corretearse toda la tarde, a los policías y ladrones, a las traes, las escondidas y la cascarita que no podía faltar. Cuatro piedras, grandes y pesadas, en cada esquina de la calle. La cancha: la cuadra y el equipo los que se juntaran. El portero podía ser defensa, delantero y árbitro al mismo tiempo, y el balón, de quien fuera. Si estaba inflado, servía.
Estas memorias me vienen de pronto al pensar en mi último regalo de Día de Reyes. Un balón -creo que del Toluca-, una playera y una bota de dulces. Tutsipop, ya no sé si existe esa marca o ahora todas las botas de dulces son iguales. Pero los niños de ahora ya no se conforman con dulces, balones o salir a la calle. En parte porque no los dejan, en sentido general porque ya no pueden ni quieren.
A mi sobrino por ejemplo no sé qué le trajeron los Santos Reyes. No lo sé porque no tengo comunicación con sus padres (me ahorraré las lágrimas para cuando crezca) y porque sus abuelos prefieren contarme qué les duele, cuántos problemas tienen o que hace frío antes de detallar los regalos del niño. So pena de presagio, mejor me ahorro más preguntas.
Conozco otros niños. Hijos de amigos a los que les llegó una tablet, carritos a control remoto incluso un dron. ¿Para qué quiere Leo, de 3 años apenas, un maldito helicóptero volador al que le puedes instalar una GoPro? Ni idea, supongo que yo soy el desfasado en esto de los nuevos juguetes. Una sobrina en cambio pidió libros. Pasó muy rápido de las muñecas, las casitas y las bicicletas a las Sagas Juveniles, los accesorios para el pelo y las fundas para su Smartphone. Decir que “el tiempo pasó rápido” es figurativo: dejé de verla por años. Cuando retomé la comunicación -que ya no pienso olvidar- ya había brincado de la primaria a la educación media superior.
Sé que muchos niños aún reciben juguetes tradicionales. Les aseguro a esos padres hipsters que eso tampoco es divertido. Tampoco tengo nada qué decirles. No soy padre. No sufro el avasallamiento ni las estampidas humanas en las jugueterías. No temí por quedar en medio de un saqueo ni convoqué a actos de vandalismo para ahorrarme el dinero de los regalos. Tampoco tengo tarjeta para pagar a meses sin intereses ni ahijados, hijos perdidos o huérfanos para lavarme las manos y desviar impuestos. En resumen: no tengo a quien regalarle un juguete. Es lógico y hasta equilibrado que no reciba nada en este día.
Y todo esto viene como remolino por los juguetes, por los juegos, por el silencio de una oficina en la que no hay risas infantiles, chillidos ni gritos. El día 5 era para dormirse temprano. Nunca pudimos porque mi hermano era de los que imaginaban los peores escenarios. “¿Y si los Reyes no saben cómo llegar a la casa? ¿Y si el Elefante se enoja porque no hay agua?¿Melchor sabrá que la ventana de atrás es mejor forma de entrar que la puerta?”. El 6, bendito amanecer, era para salir de la cama en pijama, encontrar cajas envueltas en papel que no nos importaba, destrozarlas y sacar nuestros deseos.
Rara vez coincidieron estos. Si pedías una pista de Hot-Weels, llegaba una pista con coches de otra marca -casi siempre desconocida- que servían para lo mismo. Un año, creo que yo tenía 10 y mi hermano 9, sí nos llegaron los scooters y el PlayStation para ambos que pedimos. Ahí ocurrió el cambio. La transfusión entre los juguetes para jugar con ellos y los aparatos con los que juegas a divertirte. Como los niños de ahora aficionados a las pantallas, a los sonidos, las luces y enemigos de los dispositivos con cables.
No imagino a los niños de mi generación quedándose en casa todo el día. Salíamos, cargando los regalos, a presumir a compartir a tenerlos amontonados en la calle y ya. En las tardes la visita obligada a casa de los abuelos. Entre primos, amigos de los primos, el clásico niño del barrio que no tenía primos y otros invitados se iba la tarde. Mi último regalo como dije, fue un balón con el que armamos la cascarita. Primos Mendoza contra Primos Mora. Partidazo, creo que se terminó al gol gana.
Hoy ya no veo niños en las calles. Quizá porque vengo a trabajar a una colonia gris. Porque vivo en un edificio sin niños o porque ya no salgo a pasear con mi hermano ni mis primos. Tampoco imagino a mi sobrina compartiendo sus libros con las vecinas o al hijo de mi amigo retando a sus compañeros de guardería a jugar una partida de Mario Kart. A los niños ya no los dejan salir a jugar y punto. Simple, práctico y seguro. Es demasiado triste pensar en la infancia -que no se dio para jugar- transcurrida en las calles. ¿Niños lavando coches, pidiendo dinero o vendiendo dulces? Siempre. Quisiera pensar que son un producto de esos otros niños acomodados plácidamente frente a una pantalla plana, pataleando a su padre porque no abandona el teléfono ni los negocios y porque la madre no deja de tomarse selfies con sus juguetes. Pero qué sé yo que no soy padre y que de Tío solo tengo el sobrenombre.
Ni modo. Somos viejos y anacrónicos cada año que pasa. Creo que buscaré dos regalos para el próximo año.