La Vacacuak

Oscar Eme Mora.
5 min readMar 18, 2021

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Siempre he odiado que me despierten ruidos ajenos a mí. Y odio más cuando se trata de onomatopeyas, gruñidos y eructos indescifrables. Solo mi vejiga, el tercer intento de la alarma o el hambre, están autorizados para interrumpir mi sueño. Cuando intentan despertarme, doy manotazos, gruño y tiro patadas. En absoluto me pesa estar sin teléfono celular con tal de dormir más. Por esa razón, ese maldito lechero ahora es mi peor enemigo.

Todo comenzó cuando me mudé al departamento donde pretendo escribir, en paz y sin interrupciones propias de la vida común, mi tesis doctoral. Todo marchaba tan bien para mí. Sin vecinos arrastrando muebles o zapateando encima, porque los demás departamentos son usados como bodegas o habitados por ancianas con gatos, durante la primera semana logré avanzar en mi investigación. Nada perturbó mi paz en los primeros fines de semana del nuevo hogar y pensaba que había encontrado la guarida perfecta, hasta que una funesta mañana, el encanto se rompió.

Lavacalavacalavacacuak

Esa fue la primera vez, de muchas por venir, que escuché semejante atrocidad.

Lavacalavacalavacacuak

Al ser descontinuado mi sueño, quise ser racional y pensar que se trataba de un animal. Un guajolote, seguramente. Pero después de despertar del todo y meditarlo bien, descarté la idea porque, en esa parte de la ciudad, no hay rastro del mundo rural. Tal vez, algún idiota que tendría por ahí enjaulada a una de esas aves exóticas o comestibles. Algún narcotraficante o ilusión auditiva producto de mi adicción al trabajo.

Sin embargo la tortura permaneció.

No se trataba ni de un trastorno del sueño o un vecino gangoso cantando a temprana hora. De lunes a sábado me despertaba en punto de las ocho de la mañana ese maldito eco que rondaba no una ni dos, sino todas las calles a mi alrededor. Naturalmente mi tesis se detuvo y perdí la beca por culpa de la vacacuak. No podía olvidar esa ruin cacofonía amplificada con un altavoz hasta que una mañana, desesperado y al borde de un colapso nervioso, me decidí a increpar el origen de ese espantoso ruido.

Lo descubrí por mera casualidad.

Al mirar por la ventana, encontré una camioneta estacionada a las afueras del edificio cargada con garrafas metálicas y unas bocinas mal amarradas a la cubierta superior. ¡Ese era el origen del maldito y horrible anuncio! Lo siguiente fue esperar a que sonara lavacalavacalavacacuak para verificar. Espiando desde mi escondite, observé que ningún cliente se acercaba al vehículo.

¡Jajaja pobre pendejo! Pues claro, si su anuncio era una mierda cómo rayos alguien iba a entender.

Sin embargo el granjero ese y su cafetera con llantas, siguió y siguió y siguió dando vueltas con su maldiciente propaganda, todos los días, siempre puntual. Los siguientes meses, con mi tesis olvidada y mis finanzas al borde del colapso, deliberaba algún plan para deshacerme de él. Repasaba si era mejor poner alambre de púas en la calle o piedras en la esquina para que se viera obligado a buscar una nueva ruta. Incluso, estuve tentado a tocar puerta por puerta para reunir firmas y pedirle, de la forma más democrática, que no volviera nunca más. Pese a todo, no eché a andar ninguno de los planes porque terminé enfrentándolo de la forma más ridícula y aburrida. Desesperado y abatido, una mañana me decidí a salir y le compré un litro de leche.

Como mi reloj biológico ya estaba acostumbrado a la lavacalavacalavacacuak, decidí ponerme las pantuflas y la bata en cuanto lo escuché. Todavía me resultaba extraño que nadie, salvo yo, protestara por su estridente e inescrutable anuncio.

Solo yo parecía harto y alterado por la cantaleta de su bocina acartonada.

Me paré a media calle y le hice una seña para que detuviera la marcha de su camioneta. Entonces lo pude ver de cerca. No parecía ni mayor que ni menor a mí. Tenía calvicie prematura, piel morena y un bigote fino que se estaba llenando de canas.

Y como nuestros cuerpos mantenían las mismas proporciones, descarté en seguida la idea de lanzarme a las patadas. En su lugar, saqué un frasco de vidrio que encontré en la alacena y le pedí que lo llenará. Él bajó de su camioneta, y con una voz grave y amable me dijo que la leche bronca era la mejor. De la buena y fresca de rancho, añadió. De los grandes botes metálicos comenzó a sacar el blanco líquido y me regaló “el pilón”. Me dio las gracias, pagué y regresé al departamento sintiéndome el más absurdo y débil de los hombres sobre la tierra.

Derrotado y humillado, comencé a resignarme a la idea de escuchar a la lavacalavalavacacuak todas las mañanas mientras viviera en ese lugar. No podía ser tan malo, dije para mis adentros, si el lechero me regalaba el pilón de bronca cada vez que comprara su producto. Y cuando la imagen empezaba a darme paz, mi única vecina, la anciana de los gatos, salió del edificio.

La vi por mi ventana agitando los brazos antes de que la camioneta abandonara la cuadra. El lechero volvió a bajar y antes de acercarse a ella, la vieja le soltó un largo y retumbante grito: ¿QUÉ NO SABE QUE SU SONSONETE NI SE ENTIENDE? ¿NO PIENSA O ES IDIOTA? NO SE LE ENTIENDE Y NADIE LE COMPRA POR ESO. LE EXI-JO QUE NO VUELVA A PASAR MÁS POR AQUÍ. YA ME TIENE HARTA CON SU PINCHE VACACUAK. SI LO VUELVO A VER LE VAMOS A ECHAR A LA POLICÍA O A MI HIJO, QUE ES PEOR, Y YA SÁQUESE A LA FRE-GADA CON SU CHINGADA VACACUAK. ÓRALE A ENFADAR A OTRA PARTE. Y así sin más, la anciana regresó de donde vino y el pobre hombre, mudo y perplejo, se subió a su camioneta y arrancó.

Han pasado días, semanas y meses desde que probé la mejor leche bronca del mundo. Todas las mañanas, a las siete y media, me detengo en la ventana esperando a la camioneta negra cargada de las garrafas metálicas y de cuya bocina salía ese lavacalavacalavacacuak. Pienso que, si pudiera volver en el tiempo, lo habría grabado para no tener que vivir con todo este espantoso y solemne silencio a mi alrededor.

*Cuento publicado en la antología literaria “Raíces a una sola voz”, Feria Internacional del Libro de Tacámbaro, 2020, Silla vacía Editorial. Disponible en sillavaciaeditorial.com

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Oscar Eme Mora.
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Written by Oscar Eme Mora.

Todo lo escrito aquí, es espacial

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