Lentes de realidad aumentada
Si la cantera no va a ti, tú ve a la cantera
Perdí mis lentes. Fui al cine y The Last Jedi estuvo tan divertida que se me olvidó revisar la bolsa de mi suéter. Los lentes seguramente se cayeron en la sala. Aunque ya estaban rayados, me gustaba usarlos de vez en cuando. Sobretodo los domingos de paseo. Eran redondos, como si fueran de madera –pero no- y con ellos podías ver en color sepia. Como cuando echas un vistazo al pasado, pero ese, sigue aquí contigo. Ayudándote a ver la belleza de lo cotidiano. Cubriendo tus ojeras hasta que te los quitas y todo siguen siendo de colores. Ahora que lo pienso, sí me gustaban mucho esos lentes. Pero ya ni modo. Tendré que buscar un nuevo color para el tiempo libre.
En los diez años que tengo de vivir en Morelia, nunca había recibido una visita. No es que no invite a nadie, sino que casi nunca tenía tiempo o ánimos de pasear gente. Pero desde hace unos nueve meses tengo los sábados y domingos libres. ¿Trabajar en una oficina esos días? Respeto a quien lo hace, pero yo ya tuve suficiente. Patricia -a quien solo conocía por Twitter- me había dicho que venía hace como un mes o poco menos, de anticipación. No le creí entonces, pero le expliqué más o menos cómo llegar desde la Ciudad de México. Gracias a cosas como Bla Bla Car, uno ya puede escaparse un poco y regresar con más facilidad. Debería de haber un servicio así para transportarse de país, de continente, de planeta (eso, pensando en el maravilloso futuro que nos espera más allá de la Tierra) y las emociones. Como compartir una pena por un rato, y tener el deber, de pagarla con una risa a cambio.
Patricia me marcó desde que venía de la CDMX para Morelia. Mientras tanto, yo adelanté unas tareas, me fui al cine, no pagué la entrada gracias a mis puntos que no sabía que tenía, disfruté de Star Wars, como cuando era niño y compraba cosas de Bimbo para tener figuritas armables de La Guerra de los Clones, salí con una sonrisa de la función y me dirigí a cambiar un baguette que me gané por jugar en internet. Todo esto gratis, por descuido o fortuna. Pero se me hizo tarde y me preocupé por ella. Yo le había dicho que hacía frío, pero ella se siente con poderes por ser norteña, y me dijo que en la Ciudad de México no hacía tanto. “Menos acá”, porque obviamente, es un rancho con cerros que ayudan a que no haya aironazos y todo el centro está construido con cantera. Una ciudad rosa, una ciudad con quesadillas que llevan queso y muchos estudiantes que nos quedamos al terminar la carrera.
Encontré a Patricia charlando con otros pasajeros del transporte en el que vino. Todo pasó de la forma más simple. Nos saludamos, nos barrimos mutuamente (creo) y nos dimos un abrazo. Platicamos un poco de lo típico, “cómo estuvo el viaje, cuánto hiciste, ¿te gustó la carretera?, ¿qué quieres comer?, Star Wars está mamalona”. Ella fue feliz con una tarta de zarzamora que compró en una esquina. Cuando yo trabajaba cerca de ahí, jamás las probé y no supe decirle si estaba buena o no, antes de comprarla. Pero a ella le encantó, porque dice que en Tampico la zarza sabe diferente y yo le di unas mordidas para solidarizarme. El resto del trayecto seguimos charlamos de Star Wars, de las calles por las que camino diario y lo que ella había hecho unos días antes en la CDMX. Yo seguía pensando en las zarzamoras. Porque con un poco de queso, esa tarta hubiera sido mi favorita hace un año.
Le conté de mis lentes. Antes de llegar a mi casa, se me olvidó preguntarle si podía acompañarme a comprar otros lentes. Ella se veía cansada de viajar casi cuatro horas y otras cuantas de desvelos. La dejé dormir mientras me comí una mandarina, escuché la música de la posada de los vecinos y me puse a leer críticas de The Last Jedi en mi celular. Me concentré tanto en el jugo de los gajos y las justificaciones de por qué Star Wars es la onda y porque para otros solos es basura, pop y también olvidé planear el día. Aunque nunca planeo las cosas, sí tengo horarios que cumplir de lunes a viernes. Y como todos los sábados, tuve que improvisar como si supiera lo que hacía.
Patricia se vistió de negro pero no llevaba suéter. Le conté que en Morelia, hubo tres días con frío muy culero. Pero el viernes el clima se portó como un papá cómplice y no me dieron ganas de estar acostado todo el día. Tal vez haya reprobado un examen el viernes, pero esa misma noche gané una oportunidad de cambiar de aires. “La vida da, la vida quita”. Le conté esto último. Además, hablamos sobre otras cosas sobre Morelia, lugares, anécdotas personales, gente que he conocido en los años viviendo aquí y creo que me cansé de hablar en algún momento. Ella escuchó y escuchó todo el tiempo. De pronto recordé de mis días en la Ciudad de México. Allá por marzo tenía un mes sin trabajo. Me habían cancelado una entrevista por la que viajé a la capital y una empresa me acosaba por teléfono para que pagara mis cuentas. De estos problemas no hablé con nadie allá, salvo el amigo que me dio hospedaje. El resto de los días, anduve escuchando a todos, descubriendo lugares, comidas y yendo a todo lo que surgiera. Al final, se unió una amiga y nos ayudamos a volver a Morelia. Regresé al presente con Patricia y le hice más preguntas para que aquello fuera una plática. Pero no nos importó hablar del pasado ni del presente. Cuando llegamos al bar en el que empezaríamos a beber, ya habíamos recorrido el centro entre luces arriba y luces del suelo, campanarios y jardines atiborrados de gente.
Pasaron los minutos y se nos unió una koala con cuatro días de racha y una sinceridad necesaria. Lugo llegó un gusito medio borracho y bonachón que me deseó suerte, su hermano que respaldó nuestra terapia y nos fuimos después de unos mojitos y tortas de carnitas. Para cuando el sábado se hizo domingo, ya se nos había sumado un cheraní nacido en Uruapan que venía socializar en una fiesta en la que nadie lo esperaba, un gera ingeniero en memes y naturalizado moreliano y un gabolonio medio erizo al que se le ocurrió la genial idea de atascarnos de tocino. Entre todo esto, a Patricia se salió lo norteña y yo tuve que admitir que siempre le cambio el nombre a las cosas. Además, caí en cuenta de que sé más cosas de Morelia que no se pueden conocer de una sola visita.
No llegamos a la posada-peda en la que más o menos nos esperaban. No fuimos a bailar reguetón, cumbias ni a ningún perreo feminista. Tampoco bailamos como Black Beatles ni valimos verga frente a una televisión. Alain, Gera y Gabo se despidieron después de un atasque de burguers locas y y llegamos a dormir. Me envolví en un cobertor de tigre y todo se hizo negro. Si el mundo hubiera terminado, habría soñado con olas y cangrejos volviéndose a meter a la arena. En color sepia. Sin música. Recibiendo una palmada en la espalda.
Al salir el sol, Patricia temía que en la combi se le notara lo desvelada. O el olor a peda. Pero como experimentado en esas andanzas que soy, le dije que a nadie le importaba. Si acaso alguien te observa pero no dura más de una parada. En las combis de Morelia, todos te dan los buenos días, las buenas tardes, te desean una buena noche o te dan las gracias sin importar si vas triste, con resaca, a la escuela o si te acaban de despedir de tu trabajo. Ella dejó de preocuparse y el viaje se nos hizo corto. La acompañé a su próximo punto de reunión y la dejé en manos de una chica con sonrisa amplía y cabello morado. Antes de despedirnos, me compró un helado de yogur. Lo combiné con fresas y chocolate. Me felicitó por la combinación de sabores. Nos dimos un último abrazo. Antes de irse, sentí un poco mal por Patricia. Como uruapense le prometí un guacamole. Pero no lo hicimos por estar escuchando a Kendrick Lamar y seguir hablando de Star Wars. No sé en qué me identifiqué más, si en la necesidad del villano de la película por deshacerse de todo el dolor del pasado o la creencia de la protagonista en el futuro y la esperanza. “Qué difícil decisión”, le dije a Patricia. Era más fácil cortar el aguacate, picar la cebolla, el chile y comprar unas tostadas al ritmo de ELEMENT.
Caminé hasta mi casa comiendo helado. Cuando se terminé, caí en cuenta de que no fui a comprar los lentes. Pero ya estaba a dos cuadras de mi casa y la idea de volver me provocó giganteso uhmmmmm. Además tenía que prepararme otro examen. Redactar un trabajo final y tener el domingo libre. Porque pude ver a Patricia y a koalas, gusitos y todos los participantes del último estirón, sin tener que ir a trabajar al día siguiente. Ya tendré otro sábado o domingo para comprarme unos lentes nuevo. ¿Cómo serán los que haya en el futuro? Solo espero que a alguien se le ocurra inventar unos lentes con los que se te vean los días felices que te da la vida, sin irlos a buscar. Que sean de armazón cómod y que cuando los pierdas, alguien más los encuentre. Para que vaya a pasear y pueda conocer otra ciudad con todos sus colores. Para que cuando los use, se sienta en casa.