¿Puede alguien salvarnos?
Entre masculinidades te veas.
La primera vez que vi a mi padre llorar, pero llorar de verdad, fue cuando mataron a mi tío ******. Yo tenía unos 17 años, casi los 18, cuando sentado en mi computadora mientras chateaba, lo escuché hablar por teléfono. Desde entonces cuando el teléfono suena después de las 11 de la noche, presiento que son malas noticias.
Lo que pasó este lunes a dos semanas de que el movimiento #MeToo pusiera en la mesa de debate al machismo y la misoginia no debe olvidarse ni hacerse cotidiano. Y es que en México el movimiento desencadenó una serie de denuncias contra los comportamientos nocivos de hombres en ámbitos como el cine, la música, la literatura, el periodismo y lo que se vaya acumulando. Y por eso, no debe olvidarse que las denuncias son reales, que hay víctimas reales y que están en todos lados. Y por víctimas, me refiero a todas las voces, todos los teclados que han expresado lo que la voz y el recuerdo no pudieron plasmar en una denuncia, ante unos oídos sordos y unos ojos lascivos detrás de un escritorio burocrático. A todas y todos los que ya no serán igual ni iguales después de confesar que sufrieron violencia, que por capricho, desición o enfermedad de otro, tuvieron que conocer el peor lugar de la vida. Ahí donde tu cuerpo, tu libertad y tu voluntad, no vale porque así lo ha decidido alguien más que no eres tú. Que no se olvide ya.
A continuación relataré algo que durante años he obviado o querido disimular. Pero ahora, con los años, no tiene sentido ni caso que lo siga haciendo. Dicho así, me traslado tiempo atrás. A diez años de lo ocurrido esa noche de mayo.
Recuerdo que mi padre hizo que le repitieran todo mientras él se lo repetía en voz alta así mismo. ¿****** muerto?¿Segura que es ******* el que está muerto? Durante unos minutos que a mi me parecieron eternos, no hubo más que silencio. De pronto, indicó que iría hacía allá y colgó el teléfono. Se dirigió a mi habitación mientras yo fingí que estaba por apagar la computadora. Me contó en resumidas palabras, que iría a la casa de su hermano para ver qué pasaba por allá y entre tanto, me encargó estar al tanto del teléfono y devolverle cualquier llamada. Se puso un abrigo y se llevó a mi madre. Lo demás, lo supe hasta el día siguiente.
El periódico lo anunció como un crimen pasional. En 2008, no existía aún el Nuevo Sistema de Justicia Penal ni existían cuestiones como guardar la debida cadena de custodia, proteger a la víctima, la presunción de inocencia o el periodismo responsable. Todas y todos los muertos, eran objeto de morbo y contraportadas. Los protagonistas de la nota roja aparecían como fotografías mórbidas, llenas de tinta roja y descripciones explícitas. Como esto ocurrió hace diez años, me cuesta y ni quiero, recordar las palabras exactas utilizadas por el reportero y el editor para describir el homicidio de mi tío ******. Solo sé que si en eso entonces, hubiese conocido el significado de los conceptos patriarcado, misoginia, crimen de odio, homocidio por razones de sexo y/o género y feminicidio, habría comprendido el llanto de todos en la familia. Todos incluido mi padre.
El funeral de mi tío ****** fue muy grande y duró dos días. La primera noche, la familia tuvo que esperar a que el Servicio Médico Forente entregara el cuerpo. Había que hacerle la autopsia de rigor y declarar todo lo que el Ministerio Público requirió. Su cuerpo fue entregado casi a la media noche cuando la noticia ya había circulado de un lado a otro. Esa noche llegaron a la casa de la abuela cientos de personas de todas las colonias, estratos social y géneros conocidos. Había funcionarios públicos, amigas de mi tío entre las que se incluían adivinas, lectoras del tarot, prostitutas, costureras, modistas, peluqueras, una o varias tatuadoras, meseros de diferentes bares y restaurantes, comerciantes, taxistas, muchachos internados en un centro de rehabilitación bajo permiso, cholos, limpiaparabrisas, prestanombres y hasta amigos de la infancia de ****** que no lo habían visto en años. En la segunda noche, la escena se repitió más o menos igual con la variable emocional de ser la última vez que vimos su cuerpo. Y luego, el entierro que fue más grande aún. Ese día a pesar de estar en tiempo de lluvias no cayó ni una sola gota. Siempre creí que el sol sabía que era mejor dejar a las lágrimas derramarse en paz.
La noche en que mataron a mi tío ****** también murieron varios familiares solo que no lo sabían. La abuela murió año y medio después por un cáncer que rebrotó y consumió su cabeza en menos de 15 días. Murió a los 78 años de edad un día antes de año nuevo. La acompañaban todas sus hijas, su esposo y dos de los tres hijos que tuvo con un hombre que la golpeó, la humilló y al final la desplazó por ser sufrir de hipocrondría. Así fue el abuelo, no hay que disimular lo que pasó y pasa en la mayoría de las familias mexicanas tradicionales. Dos años después, falleció mi tío **** dejando a mi padre como el único hijo varón. Lo dejó como el hermano mayor y como el único hombre capaz de lidiar con toda la tristeza y responsabilidad de perder a tres personas en un lapso tan corto. Y sin embargo, solo cuando murió la abuela, pude ver al abuelo, al padre de toda aquella vida que ya se había apagado, llorar por una partida. Y lloró porque nadie; salvo sus hijas educadas aún en el patriarcado y en el deber de dar incluso su cuerpo por el de su progenitor, nadie salvo ellas, lo iban a cuidar cuando le tocara su turno.
Y así sucedió.
Quizá sea un error y una falsa conclusión propia, el hecho de pensar que a partir del homicidio de mi tío ****** todo haya empezado a ir cuesta abajo. Que mi tío ****** haya sido víctima de un homicidio en el que se culpó a un ex amante y no a toda la red que permitió el delito, es un hecho. Que eso haya influído en la recaída a la salud de la abuela, es una suposición que nadie más que ella, conocerá y eso pensando que alguna vez lo hizo. Que su hermano, mi otro tío, haya muerto luego de volver de Estados Unidos con una enfermedad de transmisión sexual consumiéndolo lentamente, también es un hecho. Que haya decidido hasta el último momento, guardársela y no contarle a nadie, ni a su hermano mayor ni a su padre por un asunto de moralidad y masculidad, también es una suposición y muy atrevida. Que mi madre, que mis tías, que la mayoría de mis primos y que tal vez todos, hayamos perdido el rumbo y aún nos quede camino por recorrer sin saber muy bien a dónde vamos, no es ni un hecho ni una suposición. Es un sentimiento. Y como tal, me cuesta, me pesa, pero no me define ni hace que me detenga.
Fue así, hace diez años, fue así con la muerte de su hermano, que vi llorar a mi padre. Como hombre mexicano acostumbrado a ser el provedor de una familia, tenía más o menos -más que menos- prohíbido llorar o mostrar fragilidad frente a otros. Pero con el asesinato de su hermano, con esa posibilidad que se le quitó de enfrentar sus problemas, con ese arrebato a toda relación futura, lloró por él y por todas las muertes y muertos que le dolían. Cuando sucedió lo de la abuela, y posteriormente lo de su último hermano, mi padre ya había comprendido que no tenía por qué guardarse ninguna tristeza. Y menos, frente a sus hijos. Era pues, un hombre fuera ya de toda obligación paternalista.
Con la muerte de Armando Gil Vega, se perdió la posibilidad de saber más, de saberlo todo respecto a la denuncia que lo señala como responsable de cometer violencia contra una mujer. Se suicidó y con ello, se llevó todo el derecho de la víctima a confrontarlo. Y si bien, aunque la víctima no quisiera confrontarlo más sino simplemente echarlo, empujar ese sentimiento al vacío para no sentirlo ni verlo nunca más, con la muerte del músico mexicano se encienden las alertas. Y digo que no lo olvidemos ni a él ni a todas las víctimas entrecruzadas por la masculidad que no permite fisuras. Que sea su muerte una historia en la que la decisión de interrumpir el tiempo no limite que otros victimarios, otros hombres acusados e implicados puedan elegir enfrentar sus miedos, perdir perdón y volver a empezar antes que escapar de la única forma irreversible y silenciosa para siempre. Que se entienda firme y fuerte. Nadie festeja una muerte como nadie festeja un homicidio o la caída de un enfermo. Nadie en este mundo jodido ya desde que naces según tu estatus económico, desde que te clasifican por el color de tu piel o el idioma que hablarás apenas aprendas a articular palabra, quiere que la muerte sea la última opción. Pero quisiera yo, para que deje de estar tan jodido el mundo, que alguien acuda a escuchar el último llamado de todos los que están a punto de callar para siempre. ¿Quién salvará a todos aquellos que son víctimas de sus propios demonios, de sus propias violencias? A diez años, nadie puede pensar que un teléfono sonará a la media noche sin traer malos presagios. Y sin embargo, soy de los que volveríamos a contestaremos solo para escuchar a la voz del otro lado.
Escribo esta historia sobre mi tío ****** en el contexto del #MeToo no porque él sea una víctima a la que hay que reinvindicar. Lo hago para comprender toda la violencia que por años cometió mi abuelo contra su esposa y contra todo lo que emanó de ella, contra toda su familia. Esa violencia que llevó a dos de sus hijos a vivir su sexualidad a escondidas y costa de su propia salud mental y física. Ese micromachismo absorbido de una sociedad acostumbrada a explicarse la muerte a través de culpables, a través de consecuencias falsas extraídas de premisas doblemente falsas y érroneas. Si el abuelo no hubiera despreciado a sus hijos homosexuales, nadie los habría matado porque su libertad no les hubiese permitido ser frágiles, ser víctimas de un asesinato pasional o de una enfermedad revertible. Pero las cosas no suceden así y si algo nos pueden decir aún los muertos, serán palabras que no podamos transmitir por ningún medio. Que Gil Vega haya muerto por su propia decisión, algo tendrá que decirnos. No a las mujeres ni a las secuelas que deja la violencia. No a todos los que han perdido la libertad, el equilibrio o la vida por el abuso y la fuerza. No a todos ni a todas las víctimas. No a éstas. Que su muerte diga lo que diga, pero lo que diga a todos los que necesitan salvarse. A todos los que están a punto de enfrentar sus problemas. Que la muerte sea la última e innevitable opción y no la forma en que sigamos heredando culpas. Que así sea.