Tenis para correr
“No se trata de llegar primero…
La aplicación me preguntó que cuántas veces a la semana hago ejercicio. Fui sincero, porque de todos modos ya basta de autoengaños, y marqué que ninguna.
Hace años, unos cuatro aproximadamente, jugaba fútbol rápido. Todos los viernes, sin falta, con algunos compañeros, ex alumnos, profesores e invitados y agregados cercanos a la facultad de filosofía y la Universidad. Echábamos cascarita sin contar el marcador, a veces en la cancha de caucho y cuando estaba en mantenimiento, en la “grande”. No nos gustaba jugar ahí porque pega el sol, el terreno es muy grande para jugarlo todo y sentíamos que nos esforzábamos menos.
Yo corría más en una cancha de rápido, iba a la portería, bajaba a defender, recuperaba balones, daba pases (no siempre efectivos), estorbaba y si se ocupa, la hacía de poste y hasta portero. Soy malo jugando, nunca he dicho que sea bueno, pero me cansaba y sentía que el cuerpo otra vez regresaba a su respiración. Me divertía pero todo eso dejó de suceder cuando entré a la vida laboral.
Antes del fútbol rápido de los viernes, no hacía mucho por ejercitarme. En la primaria teníamos una clase de Educación Física, pero como estamos en México y su sistema de educación pública, eso era más bien un receso. Tuve un maestro en la primera escuela a la que asistí que sí nos hacía hacer ejercicios. Su nombre es Irán y años más tarde supe que además de profesor de educación física, era el responsable de la banda de guerra, maestro de danza, instructor de gimnasia para grupos de la tercera edad y fotógrafo de bodas. Lo supe porque fue instructor de danzas en un programa público implementado en la colonia de mis padres y mi mamá fue parte de su grupo.
En otra escuela a la que me cambiaron después, no tuve educación física. Era una “escuela de palitos”, con techos de lámina, salones de madera, canchas de tierra y malla ciclónica en lugar de bardas. Ya se imaginaran la calidad de sus baños y otras cosas. Los profesores eran buenos, pero con una infraestructura así, no había para educación física, artísticas y otras actividades extra-escolares. Evidentemente mis padres me sacaron (porque aparte de todo, los estudiantes era problemáticos, como yo, como todos).
La tercera escuela primaria en la que estuve (y la última, gracias a Dios) sí tenía un programa decente de educación física. Mi maestra se llamaba Adriana y hacía que corriéramos, jugáramos basquetbol, voleibol, a veces a las traes, ejercicios de resistencia, respiración y otras actividades. De ahí nació mi interés por el fútbol y correr. Todos los días, en punto de las 10:30 a.m., mis compañeros armaban la reta de fútbol en la cancha que al menos era de cemento y tenía un enrejado para evitar que se volara el balón.
Por esos años (1998–2012), en la colonia también había mucha actividad en la calle. Niños organizaban partidos callejeros con dos piedras, una calle sola y un balón. Retas de a 5, partidos de una hora, o gol gana. Las señoras ponían una red de poste a poste y jugaban voleibol. La cancha de la colonia (ya he escrito lo importante que era ese lugar para la comunidad) era el centro deportivo todas las tardes. La mayoría jugaba basquetbol pero a ciertas horas también se podía jugar fútbol, voleibol y hasta “futbeis” (un invento mexicano que en lugar de bat, necesita el pie para patear la pelota, conquistar bases y hacer carreras). El deporte estuvo en mi última infancia y la pubertad.
A mediados de esta semana comencé a correr. No sé por qué. Un día desperté, era demasiado temprano y estaba haciendo zapping en mis redes sociales. Entonces una de mis amigas publicó un screeshot de los kilómetros que había corrido. “Son muchos”, pensé. Era demasiado temprano y desde que trabajo solo los fines de semana, tengo todos los días para mí así que pensé ¿por qué no? Busqué unos tenis viejos Panam que traje de mi casa, me puse una sudadera ligera, tomé el iPod y salí a buscar en dónde caminar o trotar.
Evidentemente las cosas no salieron muy bien. Me cansé a los 10 minutos y apenas pude sostener el paso. Jadeaba, respiraba más rápido de lo que te obliga un orgasmo y sudé como profesor en una marcha contra la reforma escolar. Pero me sentía vivo, punzando, pinchado por el aire y la sangre bombeándose en mi cuerpo. Ese mismo día bajé una aplicación para apoyarme en un plan y busqué rutas cercanas a mi casa.
En la secundaria las cosas marcharon distinto. Por alguna razón del propio sistema (que hasta el momento desconozco), la Escuela Secundaria para Trabajadores número 8, “Moisés Sáenz Garza” no imparte educación física. Para compensarlo, el primer año tuvimos una materia de “música” en la que nos enseñaron solfeo, guitarra clásica o flauta dulce. Había que elegir una de las tres mini-materias, aprenderse melodías y tocarlas o dirigir en conjunto. Como si fuera la maldita rondalla escolar, la única opción para no pensar en química, matemáticas o historia era aprender a tocar Titanic en flauta de pan, el círculo de sol o contar los tiempos y la escala musical.
El segundo año la falta de educación física era sustituida por ir los sábados a hacer jardinería en las instalaciones, inscribirse a computación, dibujo artístico o la banda de guerra. La secundaria daba la opción de comprar el uniforme deportivo (el pants era un gris bastante bonito con una playera roja, pero era todo). Mientras tanto, la colonia empezó a urbanizarse y por la calle principal ya pasaba una ruta de camiones, taxis y otros coches. Los partidos callejeros tuvieron que cambiarse a callejones sin iluminación y las señoras dejaron de atar redes de poste a poste porque tapaban la circulación. La cancha seguía siendo el único centro deportivo pero se tenía que compartir con el grupo de señoras que bailaban, los estudiantes de la primara (la de palitos en la que estuve, que un día decidió impartir su educación física en la cancha) y un mercado todos los lunes.
A mis casi 15 años yo no tenía educación física en la escuela y mis únicas actividades de ejercicio era el fútbol callejero, un torneo que organizó irónicamente la secundaria, algunos juegos en la Unidad Deportiva con mis amigos los sábados y andar en bicicleta. Por esos años le tomé aprecio y amor a pedalear y conocí la ciudad y otros lugares porque hicimos una pandilla, todos en bicicleta, para ir a rodar en grupo.
Instalé la aplicación que diseñó un plan para ir a correr. Me parece una cosa irónica que la tecnología, que muchas veces nos convierte en seres pasivos, también sirva para incentivar la actividad física. Es una herramienta y ya, tampoco creo que nos identifique como sujetos o invente una nueva histeria social disfrazada de holística y mentalidad new age. Como sea, al día siguiente, volví a salir.
La segunda vez me dolía la cadera. Desde los últimos partidos de fútbol rápido, no había puesto a trabajar a mis pulmones, rodillas, brazos y piernas. Sufrí lo confieso, pero me gustó. Ese dolor que gusta, esa sensación de “ya no aguanto pero puedo”. En este punto es inevitable hacer chistes sobre la situación. Seguramente lo que para mi es extenuante para otro corredor es apenas el calentamiento. Pero a mi defensa digo lo de siempre: el trabajo te mata de una u otra forma cuando solo vives para trabajar.
Corrí más que el primer día y terminé más cansado. Sin embargo me quedaron ganas de más. La aplicación en ese sentido me parece fascinante. Te dice “ok, ya medimos tu capacidad. Descansa pero no por ello significa que lo abandones”. La otra opción claro está, es desinstalar todo y volver a la rutina.
Antes de esta situación, mi pretexto era el tiempo. Mi primer trabajo era de las 7 p.m. a las 12 o 1 de la mañana. Al día siguiente despertaba molido por la silla, por editar nota roja, por pensar en otro día para volver a la oficina. Pude haber hecho ejercicio. Levantarme temprano, ir al parque de Uruapan, alimentarme sanamente y ocupar mi tiempo en otras cosas. Pero la vida no es así y uno no logra ver las cosas con claridad hasta que estás metido en otros problemas más serios, más fuertes, más grandes que empezaron como mini problemas que no atendiste en su momento.
Mi segundo trabajo fue peor. En otra ciudad, con un horario más largo, en una oficina peor, con gente más tóxica, con un montón de bares, cervezas y personas para distraerme y no pensar en toda esa mierda. Tampoco hice gran cosa durante los 9 meses que estuve ahí. Intenté usar la bicicleta, pero a las 2 de la tarde (mi hora de entrada), el sol es una invitación al cáncer. Además salía a las 10, casi las 11 de la noche. Sin una lámpara, casco, reflejante o seguridad, regresar en bicicleta hubiera sido un suicidio merecido.
Tres años duró mi educación preparatoria. En el primero de ellos, volví a tener clases de educación física. Era la última clase los lunes y jueves. De 12 p.m. a 2. No recuerdo el nombre del profesor, pero todos le apodaban “El Quijas” por su prominente quijada. Era un pervertido que se la pasaba mirando las nalgas de sus alumnas en short, acosándolas con palabras machistas y proponiendo dinámicas para que se agacharan, lavantaran el culo, sudaran o le pidieran irse al examen extraordinario. Tal vez sea mi percepción, pero El Quijas fue un pésimo profesor. Su único mérito era que nos dejaba jugar fútbol o voleibol, nos mandaba a correr al aeropuerto y de vuelta a la preparatoria en menos de media hora y su organización de pirámides para el desfile del 20 de Noviembre.
Mientras mis días pasaban entre aprobar educación física porque corrí hasta al aeropuerto y hacer un examen escrito sobre la historia de las Olimpiadas, la colonia se transformó. Los partidos callejeros dejaron de invadir las calles y fueron remplazados por los locales de maquinitas, las tiendas de cervezas o dar la vuelta en moto o coche. La cancha dejó de ser el centro deportivo y se convirtió en escenario de bailes, shows, mitines políticos, juntas de vecinos, sede del mercado local o cualquier otro uso. Que yo sepa, en muchas colonias y conjuntos habitacionales, pasó lo mismo. El país completo comenzó a retraerse, a guardarse en sus casas. Televisiones en cada habitación, consolas, las primeras tablets, la inseguridad de ser alcanzado por una bala perdida, perder la vida por un coche a alta velocidad o ser secuestrado. La clase trabajadora, popular, que vivía más o menos tranquila, comenzó a sufrir los procesos de urbanización, a ver bardas levantarse, a ser el vecino incómodo del nuevo fraccionamiento, a perder el terreno. Nos vimos recluidos, nos mandaron a descansar, guardar la bicicleta y convertir los espacios públicos en nidos de drogos, puntos de venta, lugares para encontrar ejecutados o jeringas.
El segundo y tercer año de la preparatoria pasó sin ejercicio. Ya era suerte o decisión propia inscribirse a los entrenamientos del equipo de fútbol. Si tenías para la colegiatura, podías entrenar Taekwondo (un deporte que se volvió popular gracias a las medallas de los deportistas mexicanos en las Olimpiadas de 2004, 2008 y 2012), ir a natación o probar suerte en otro tipo de clases. El deporte a partir de esos años, se volvió un ámbito privado. De acuerdo a lo que veo, y hasta la fecha, el deporte sigue sin tener una política pública decente.
Como adolescente buscando una identidad, podía gastar mi energías extra en varias cosas. Ser futbolista ya no era un plan. Hacer bicicleta tampoco porque las calles ya estaban comenzando a llenarse de tráfico. El skateboard por un tiempo me pareció interesante, pero creo que me caía o nunca tuve la astucia para aprender. Pronto el deporte comenzó a ser privado, para el club, para los seleccionados o para los que pagaban, o urbano. En la preparatoria solo hubo un año de educación física y el resto de las actividades extra escolares llegó en forma de horas extra en el laboratorio, horas extra en las optativas artísticas u horas extra en cualquier otra cosa que no fuera estimulante para todos los que oscilan entre los 15 años y los 18.
Mi último trabajo fue más favorable con los horarios. Aunque eran igual de rudos (trabajar 8 horas es una tontería, pero es el sistema), me permitió tener más tiempo libre. Aquí reconozco mi error. No escribí mi tesis, me dediqué a otras cosas que no fueran el puro hedonismo, y no invertí mi dinero en un plan B por si la empresa quebraba o me quebraba a mi primero.
Los meses se fueron más o menos bien. 2016 fue mi año más alcohólico. El año en que más pendejadas hice y en el que más me divertí. Me sentía vivo y merecedor de algo grandioso. Tenía un sueldo más o menos decente, el trabajo quedaba a 10 minutos caminando (y 30 minutos después, cuando nos mudamos a una bonita oficina que solo tenía la fachada de ser agradable pero que olía a mierda diario. Un día de estos, les contaré esa historia) y el ambiente no era malo. Sin embargo el problema seguía siendo el horario, pues a veces me tocaba trabajar por la mañana y a veces cubrir el turno vespertino que se volvía nocturno y hasta desmadrugador en ocasiones especiales. A esa ecuación súmenle una jefa loca, algunos compañeros nada gratos, otro jefe hijodeputa, un dueño más hijodeputa y otra serie de circunstancias. Me hice adicto a cualquier cosa que me ayudara a sobrellevar eso. Cigarros y otras cosas ilegales incluidos en el paquete.
Antes de ser despedido (esa es otra historia que también estoy reservando) intenté arreglar mi bicicleta. Las cosas no resultaron muy bien. Un amigo llevó sus herramientas y la bici quedó perfecta. Pero su TOC hizo que quisiera perfeccionar la obra y la bicicleta terminó sin freno, con la llanta chueca e imposible de mover. Ahora reposa en las escaleras del lugar donde vivo mientras tengo dinero para sacarla y darle un servicio completo. Después de eso, pasó todo el torbellino y me vi obligado a posponer gastos.
El tercer día de mi programa fue más fácil. Corrí más distancia y aceleré el paso un poco. No tan rudo, pero llegué a las faldas de la Loma. La primera vez que fui a caminar en sus senderos, fue el fin de semana de mi despido. Yo no conocía los llamados Filtros Viejos, pero como no tenía nada qué hacer y mucho tiempo, me fui a “alivianar” a La Loma. Anduve un rato caminando entre sus laderas, árboles, entre el arroyo que la parte y subí hasta el lugar en el que residen las máquinas que la están perforando.
Durante esa caminata pensé mucho. ¿Qué iba a hacer ahora con mi vida? Entonces recordé las idas a San Juan Nuevo (un municipio vecino de Uruapan) a través del cerro. “Vámonos por los conejos”, decía una tía que gustaba de correr maratones y hacer largas caminatas. Le decían el camino de los conejos porque en las laderas y brechas, había agujeros y madrigueras de conejos. Hoy no creo que siga habiendo conejos o zorros o cualquier otra fauna. Hay aserraderos, caminos para meter camionetas, una larga subida de chapopote y muchas mallas que marcan los límites entre una huerta y otra. Caminar por los Filtros Viejos me recordó a esa época en que explorábamos los cerros de Uruapan con mis amigos. Aquellos años en que fuimos con mi padre a un monte para cortar un árbol de Navidad. A esos momentos de la infancia perdidos entre matorrales, surcos y otras zonas que hoy están urbanizadas y son catalogadas como focos rojos de inseguridad.
Después de conocer los Filtros, regresé por unos días a Uruapan. Anduve caminando por el Parque Nacional. Descubrí cercas en donde antes no las había. Letreros de “Prohibido Pasar” y otras señales en caminos que alguna vez, exploré con mis hermanos y primos. Sentí una tristeza no solo por eso, sino por todos los espacios públicos, jardines, caminos, senderos, pedazos de pasto y tierra, que ya no podemos pisar. Bardeados, con malla, reclamados por alguien, con costo de entrada, con hora de cierre. ¿A dónde llegaremos si continuamos cerrando nuestros lugares para hacer ejercicio, para respirar, para ver que hay algo más que trabajar y cumplir una rutina diaria?
Hoy no fui a correr. Los motivos son fáciles: me toca descansar, recuperarme y trabajar. Vengo a una oficina todos los sábados y domingos. Es un trabajo sencillo, sin compañeros, con un solo jefe que me pide algo por Whatsapp y me deja encargado el resto de las horas. La paga es poca, pero me asegura un ingreso y el tiempo para descansar o salir el sábado. El domingo salgo más temprano, descansado y listo para el lunes.
Entre semana tengo otras cosas que hacer. Escribir ahora sí -porque ya no hay de otra, porque quemé mis cartuchos, porque se lo debo a mis padres- una investigación de licenciatura. Eso me da tiempo de alimentarme por cuenta propia, a la hora que decida y como yo quiera. La verdad es que disfruto mucho cocinar para mí y no tengo ningún problema en repetir recetas o probar cosas nuevas.
Por esa razón un miércoles puedo despertar temprano, sin el cansancio y la fatiga de una página de noticias o pensar en un checador. Puedo salir abrocharme los tenis, salir a la calle, buscar un camino con árboles, un cerro o una área verde y caminar, correr o hacer algún otro ejercicio. En Morelia ya van tres veces que subo a la Loma desde diferentes partes. Quiero conocer otros cerros, pero algunos están retirados y no conozco el camino. Mientras corro, tratando de romper la marca anterior, pensando que ahora soy mi propio límite, mi única barda de prohibido pasar.
Lo económico es un problema pero tampoco es para morirse. Este trabajo es temporal mientras termino todo eso que no había podido concluir por pensar que el trabajo era -mientras-tanto. Hay diferencias sutiles entre el mientras y lo temporal. Cada quien traza metas y debe ser sincero si son realistas o ilusiones. Estoy haciendo exactamente lo mismo cuando corro. Cuando los pulmones me están estallando, la cabeza reclama un ritmo y la cadera comienza a abrirse, puedo parar. Eso no significa que lo haga siempre, solo que debo entrenar, resistir, insistir y repetir hasta progresar.
Hay algo que no he dicho desde que comencé a escribir esto. A los 8 o 9 años me diagnosticaron asma. Mis bronquios eran débiles y mi abuelo me heredó unos pulmones con problemas. Él era nadador y según el pediatra, desarrolló resistencia al clima y sus bronquios seguramente se hicieron fuertes. Los míos no. Crecí en una casa con árboles de aguacate (muy fríos), con un arroyo cercano y mi papá se dedicaba a pintar y embellecer muebles. Esa combinación de químicos, más la genética, más la humedad, más la sobreprotección maternal, me hicieron un niño débil, flacucho, enfermizo y asmático.
El doctor recomendaba que no hiciera actividades al aire libre. Nada de agitarse, correr o pelear. En mi infancia hice todo lo contrario. A mi madre le dijeron que me inscribiera en natación pero no quiso arriesgarse. También me prohibieron muchos alimentos y por supuesto fumar. Esto es un acto que llevé a la práctica cuando comencé a vivir solo. Fumaba poco pero cuando comencé a trabajar ya compraba cajetillas.
En mi último trabajo (antes del actual), ya fumaba con la misma expresión que todos los desesperados, histéricos y ansiosos. Mi jefa, una señora temerosa de todo, invitaba los de sabor durazno con filtro de menta. Peruano -otro de mis compañeros- fuma una cajetilla diaria a pesar de comprar cigarro electrónico. Varios compañeros fumaban rojos, mentolados, sin filtro, etc etc… El jefe hijodeputa por ejemplo, tiene una teatralidad para hacerse el importante y prende un Marlbolo cada que convoca a junta, cada que iba a anunciar un cambio y cada que aparentaba resolver algo.
Son las 5 y media de la tarde. La hora de la comida ya pasó. La única editora que estaba en esta oficina tomó su hora de comer, salió y regresó con un cigarro. Me cae bien. Nos conocemos de otro trabajo. Me ofreció fumar, pero lo he rechazado. No es que ya no vaya a fumar nunca. Ya no he tenido episodios de asma porque he vivido sin estrés, sin traumas y sin necesidad de medicarme a cada rato. Si me da la gana, podría fumar o no.
Estoy contando las horas. No para irme, sino para que sea mañana y poder desayunar lo que yo quiero. Luego será domingo, y luego otra vez lunes. Según mi plan, ese día me toca correr rudo. Si en este trabajo pagaran más, compraría unos tenis más cómodos. De esos para correr, aunque ya lo esté haciendo.