Todos mis ‘visto’
☑☑ -Ahorita no, gracias
El primer fracaso, que sí me dolió, ocurrió a mis 15 años. No pasé el examen de admisión para estudiar sistemas computacionales en el Cetis 27. Ese día, mi mamá me acompañó hasta las instalaciones de la preparatoria técnica ubicada en un cerro al noroeste de Uruapan. Recuerdo la sensación de desesperación que sentí al no verme en ninguna de las listas de aceptados. Mi nombre no apareció por ningún lado. Mi mamá me miró, dijo algo así como “por algo pasan las cosas”, me llevó de regreso al camión y en el centro compramos agua de chía con limón y me contó de su vida antes de tenerme, cuando trabajaba en unos invernaderos que estaban cercanos a lo que será el Cetis. Cuando éste aún no existía y solo había huertas, la barranca y una carretera que estaba peor. Cuando a ella también la rechazaron.
Pude haberme quedado sin seguir estudiando ese año pero una prima me dijo que en las prepas de la Universidad Michoacana aún aceptaban estudiantes en período extraordinario. Me lavanté temprano al día siguiente. Saqué ficha. Hice fila como 6 horas. Casi me desmayo por no desayunar, pero al final, me acomodaron en la sección 08, la última del turno matutino. Cuando volví a casa, tenía mucha hambre y ganas de llorar. No pude porque a esa hora todos comíamos juntos y mi mamá decidió continuar y terminar su historia. Nos contó que al final, trabajó en todos los invernaderos de la zona pero que un día, sin más, los patrones despidieron a todos sus empleados sin darles finiquitos ni las gracias. Solo cerraron, se llevaron las ganancias y vendieron los terrenos. Mi mamá tuvo que buscar un trabajo nuevo que estuviera no estuviera tan alejado de la ciudad y en el que no le pidieran quedarse todo el día ni doblar turnos.
Me olvidé del Cetis y terminé mis estudios. Y aunque nunca estuve convencido de nada, me inscribí a la carrera de filosofía porque me dijeron que podía dar clases o ser escritor. Quizá hubiera dado lo mismo estudiar letras hispánicas, comunicación, psicología o historia.O no. El caso es que mi primer trabajo fue en un periódico donde se requería saber leer y escribir. El resto lo aprendí sobre la marcha, con pruebas y errores, a base de desvelarme o ser el último en cobrar. Desde entonces, no había intentado más. Estuve estático. Quieto. Sin aspirar a más, sin complicar mi existencia más allá de una consola, más allá de perder el camión o pedir una silla nueva.
Pero la vida de un editor puede ser gris, invisible y muy cómoda. Básicamente, tu trabajo es embellecer el de otros. Al final, el escritor/autor/quien firma un texto es el que se lleva los aplausos o abucheos. El corrector, editor y productor, solo puede asentir o esconderse -aún más- desde la lejanía. Por eso hay muchas personas sentadas en las redacciones, puliendo novelas, encontrando talentos o ignorándolos cuyos nombres jamás conoceremos.
¿Qué habría sido de Raymond Carver sin su editor? ¿Había podido Bukowski organizar sus hojas y garabatos sin ayuda? ¿Fitzgerald podría haberse levantado de su vómito por sí mismo? ¿Y Juan Rulfo, alguna vez habría dejado de ser tan riguroso e introvertido para dejar que lo leyeran otros? Por esa razón, creo yo, los editores se van consumiendo. Se convierten en fantasmas, en espíritus que empujan al resto. Es el trabajo ideal para aquellos que quieren pasar desapercibidos, que escuchan los problemas del resto, les dan consejos, los regañan y guían pero que se callan los suyos. Y está bien. Porque muchos disfrutan de coleccionar lo que está detrás de algo. A mucha gente le viene bien vivir una vida tranquila. El problema viene cuando deseas más. Que te vean, que tu nombre figure en alguna parte. La vaga ambición. El choque. El fantasma que quiere volver a sentirse vivo.
A lo largo de mi vida he tenido otros fracasos. Algunos muy graciosos y cómicos. Como cuando intenté impresionar a una vecina soltando el manubrio de mi bicicleta y sólo conseguí caer encima de unos arbustos de zarzamora. O aquella vez que por negarme a bailar con una tía, la lancé contra una mesa llena de platos de barbacoa. Fallos comunes, solo que a mí, me gusta pincharme con los más dolorosos. En otros momentos he contado mi despido. Vuelvo a él no porque sea un masturbador de mis heridas. O sí y esta es la primera vez que lo admito. El punto es que esa fue la segunda vez que un rechazo me ha dolido. Y no es por el hecho de dejar de percibir un sueldo o perder un escritorio. Sino porque en mi caso, quise más, me estrellé y los motivos de la caída nunca fueron claros.
Y ahí radica la indignación, el coraje, la saliva amarga y el coágulo existencial de un rechazo. ¿Por qué? ¿Qué hice, qué está mal en mí, por qué yo, por qué no mejor le toca al otro? Porque un visto duele, pero cala más, nunca conocer el motivo y hacerse de una artillería con los pensamientos autocompasivos para dispararlos al siguiente rechazo. Ya que después de uno, viene otro y otro hasta que te sientes ahogado.Hasta que sientes que apestas y te pones a escribir. O te ahogas o admites que la risa puede inundarlo todo.
Después de un rechazo así, vienen otros. Uno se va acostumbrando y termina por levantar murallas y planes de contingencia. Terminas por decir “Me dan igual, al cabo que ni quería, que hueva ser de nuevo un fantasma comprometido con algo que no es mío”. En una de mis idas y venidas por oficinas y entrevistas, las cosas acabaron de una forma tan rara y graciosa, que al final quien me iba a contratar acabó llamándome de regreso solo para insultarme. ¿Es porque debo olvidarme de mi propia vida? Muchas gracias, lo pensaré, hasta nunca señor intenso.
Desde entonces, he dejado ir y perdido algunas oportunidades laborales. La mitad no me convencieron y en la otra, no me llamaron de nuevo. Por ahora, no estoy bien pero tampoco quiero estar peor o en un lugar horrible. Un sueldo no lo vale. Supongo que debo seguir intentando. Como mi madre que después vendió comida, que lavó botellas de vidrio para rellenarlas de charanda, que fue asistente de un dentista, que acompañó a mi padre cuando casi compran una granja de pollos pero el alimento estaba mal y mató a todas las gallinas, como cuando tuvo que dejar de trabajar para criar a sus hijos, como otros tantos intentos para no quedarse en donde estaba. ¿Debo yo? Ahora, que supuestamente soy adulto, debería saberlo.
Ya no me importa -tanto- que dejen en ‘visto’ mis mails y mensajes. Me recuerdo otra vez buscando mi nombre entre las hojas pegadas afuera de los salones de aquel Cetis. De haberlo encontrado, ¿habría sido un buen diseñador de sistemas? ¿Estaría sentado ahora en mi computadora arreglando la red de una oficina? O en un cibercafé, ayudándole a un señor a imprimir su CURP. O quizá diseñando una página web con la que ganaré mucho dinero y seré mi propio empleado y patrón. Ni idea, no es posible ya saberlo. Solo lo escribo para llenar líneas y sacarlas de mi cabeza.
Mientras tanto, continuaré enviando lo que supuestamente soy. Lo que puedo acreditar que sé en un archivo PDF. Esperaré más entrevistas en las que tendré que hablar y hablar otra vez. Pruebas psicométricas para demostrar por escrito que creo en un sentido, en los motivos para seguir existiendo. Que no soy un robot pero si se requiere, puedo serlo. Volveré a dar las gracias, a decir que sí, que espero su llamada. A aceptar que tal vez no soy la mejor opción, que podría ser un problema en lugar de una solución. Y ya no sé qué más tenga qué hacer, decir o fingir para que en esta trituradora salga lo menos molido posible. Pero no soy yo el grosero ni el descortés. No soy yo el que se conforma con lo más o menos. No soy yo el que desaparece y no contesta de vuelta. Porque si algo puedo hacer, es levantarme, sacudirme la tierra y volver a lanzar el golpe.